Quizá más que nosotros mismos, Berlín tiene su fisonomía llena de cicatrices. Hay un arañazo de piedra que recorre sus calles, atraviesa ríos y edificios y marca con placas de acero la peor de las heridas de guerra. Yo me agacho y la acaricio con mis dedos helados y me pregunto si aún se resiente la herida. Nos bebemos una cerveza al sol, y pasa un verano y me crece el pelo y me corto el flequillo y me voy. Luego vuelvo. Me voy. Vuelvo. Me marcho otra vez. Como una herida que se resiente con el frío.
Pero ahora es invierno del año 8 de nuestra vida en común. La nieve de estos días cubre todas las cicatrices y al salir a la calle, de repente, esta ciudad está a salvo de todas las torturas. Ya no es Berlín, la que fue dos y ahora es una o muchas o quién sabe qué. Hoy es un reino encantado lleno de seres gélidos y fantásticos, redondos con zanahorias y bufandas. No hay coches, sino extrañas máquinas blancas aferradas a una acera que ya no distingue el carril bici, ni la carretera, ni nada. Las personas no tienen manos, ni boca, ni casi ojos. Son trozos de tela y pluma que se mueven torpes sobre el blanco. La mayoría viste de negro.
En este Berlín sin cicatrices caminamos bajo la nieve. Los copos son proyectiles de otra guerra que se nos cuelan en los ojos. Miramos al suelo. No vemos nada. No hay nada. Solo nieve. Busco tu mano pero es un trozo de lana la que aprieta con fuerza el trozo de lana que cubre mi mano. Vas tan abrigada que intuyo que bajo esa maraña de ropa debes estar tú. La de siempre. Luego llegamos a un museo lleno de agujeros irregulares y absurdos en la pared, como irregulares las guerras, como absurdas las muertes. Nos quitamos la ropa. Dejo de temblar al comprobar con alivio que no me equivoqué. Eras tú.
Caminamos entre salas que imagino llenas de escombros. Lo imagino o me lo cuentas tú y asiento con la cabeza. Luego atravesamos una sala y en silencio, entre tinieblas, nos la encontramos.
Dicen que es la más bella de todas las berlinesas. Y me lo creo.
Hay un aire decadente y sombrío en el museo. Sus suelos de azulejos, las pinturas descascarilladas, las columnas con capiteles. Una escalera. Leemos sobre exploradores de principios del siglo XX y casi puedo oler el desierto. Parece que estemos muy lejos de aquí. Pero desde la ventana vemos un rey subido a un caballo verde cubierto de blanco.
Es verdad.
Reino encantado.
Berlín