sábado, 29 de agosto de 2009

Kotti


Kottbusser Tor, Kotti, como lo conocen los berlineses, es probablemente uno de los rincones más feos de todo Berlín. Una rotonda terrible con edificios de corte setentero, llena de suciedad, punkies con perros y viejos borrachos. Siempre hay movimiento, día o noche, y es un lugar que a pesar de su fealdad me encanta. Es el principio de todas las cosas, el lugar por el que casi siempre hay que pasar para ir a cualquier parte, la esquina en la que uno se puede tropezar con un conocido o despedirse de un companero. Un rincón donde la vida fluye y Berlín se desvela como lo que es, una ciudad de contrastes en la que siempre hay hueco para tí. 

Me subo a una terraza donde sirven mezcal y escuchan salsa y la contemplo desde lo alto una noche de verano sin frío. Desde arriba la ciudad, como la existencia misma, parece abarcable y absurda. Lanzo preguntas al aire que nadie contesta y me hundo en reflexiones regadas con cerveza. De repente ha pasado tanto tiempo que ya no recuerdo donde quedó Madrid ni que María fue la que llegó a esta ciudad por primera vez hace ya ocho veranos.  De repente la vida entera consiste en brindar con amigos y observar como devoran los vagones amarillos, tan feos y horteras como el propio Kotti, las hordas de jóvenes que llenan los ándenes a esas horas de la noche.

Una vez más pienso en las vidas posibles, en los amantes que se escaparon de mi cama, en los rincones en los que imaginé besos que nunca di, en las rutinas de la ciudad del muro que nunca convertí en monotonía y me da por pensar que la vida es como el propio Kotti: un lugar feo que sin embargo uno no puede dejar de mirar embelesado.

martes, 25 de agosto de 2009

Aquí, donde lo dejamos

Dice Frauke que Kreuzberg se ha llenado de turistas. Yo no hago más que escuchar inglés por la calle, así que tal vez tenga razón. Hace un día precioso en la ciudad del muro. Como siempre esta ciudad me pone triste y me hace feliz al mismo tiempo. El barrio sigue igual. Todas las esquinas me hablan y pienso en Fran en su ciudad amarilla y le veo aquí, esperando el U-bahn en Schlessises Tor. No estoy acostumbrada a vivir esta ciudad sin él.

Estar en Berlín es extrano. Es lo de siempre pero es extrano. Camino por sus calles con la cabeza alta y una sonrisa de mujer feliz y me dan ganas de decirle a todo el mundo que estoy aquí de nuevo, que la ciudad me cuenta y yo le cuento. Que hemos retomado el romance donde lo dejamos, que volvemos a hacernos cosquillas, a cogernos de la mano, a vivir este amor imposible.

Pero no digo nada. 
Con la sonrisa me basta.

viernes, 14 de agosto de 2009

fiestas



Antes, cuando los veranos eran eternos, enfilábamos siempre a principios de agosto los campos de Castilla y llegábamos al pueblo. Veíamos el cerro, con la imagen del sagrado corazón de Jesús y comenzaba el cosquilleo. Uno a uno iban apareciendo los tejados, comenzaba el olor a cerdo, la brisa de la meseta y antes de darse cuenta uno estaba hablando raro, diciendo majo y maja a todas horas y acortando las frases (mamá, estoy en ca'la abuela).

Al principio los días eran largos, íbamos a la piscina con las bicicletas, comíamos golosinas y por la noche bajábamos al parque a comer pipas y ver pasar a los muchachos. Les poníamos motes cuando no sabíamos cómo se llamaban, ese tiene cara de Sergio, ¿viste al patillas? Luego se acercaba la fiesta y empezábamos a preparar la peña, limpiábamos, comprábamos, y la decorábamos con bolsas de plástico y papel continuo. Todo eso hasta que llegaba el 14 y arrancaban las fiestas.

Hoy es 14 y arrancan las fiestas. Estoy en una oficina enmoquetada a punto de salir, a punto de volver a un lugar que preserva el sabor de mi niñez, la sombra de mi abuelo en el corral, la incertidumbre de los primeros besos, la resaca de las primeras borracheras, el dolor de las primeras nostalgias. Al lugar que me recuerda impepinablemente que ya no somos niñas, que hace tiempo que dejamos de ver pasar a los muchachos, que ya no estiramos los días, ni nos duele la vuelta a casa, que ya no contamos los días que faltan en el calendario.

Pero algo no habrá cambiado.
Cuando en la carretera al fondo se dibuje el cerro y su escultura blanca, volverá el cosquilleo.

viernes, 7 de agosto de 2009

viernes negro escultura


Los coches se alejan por la carretera del sur.
Los aviones surcan el cielo en busca de playas exóticas.

No queda nadie en esta ciudad salvo tú, yo y un montón de turistas poco preparados para el calor denso que les espera. Solos tú y yo, salimos a redescubrir a esta ciudad desierto en un viernes de operación salida. En la calle Alcalá alguien corre a la caza de un autobús frigorífico que congele el sudor impregnado en su frente. El sol nos da una tregua, el viento terroso de África no. Mi mano se resbala en la tuya mientras cruzamos un paso de cebra en el que no nos aguardan coches. El hippy vagabundo que vive frente al Círculo de Bellas Artes escribe en su cuaderno, aposentado bajo la sombra de un árbol, viviendo una vida que a veces envidio. Sin vacaciones él también.

Subimos a un tejado donde respirar. Observamos la capa de contaminación bajo la que nos movemos, bajo la que soñamos futuros imposibles, bajo la que nos besamos sin compasión, olvidando el calor y la pastosidad de nuestras bocas. Desde arriba nosotros parecemos grandes y la ciudad una maqueta en miniatura. Las esculturas, negras de tanto sol, sobre los edificios nos saludan. Nos invitan pasear por las alturas con ellos y así lo hacemos. Recorremos cada fragmento de cielo de Madrid como si fuera la primera vez, notamos que se nos tuesta la piel, nos volvemos negro escultura y sin fuerzas elegimos un edificio en el que quedarnos vigilantes y absortos.

Cuando quiero darme cuenta hace tiempo que ha atardecido. Detrás de mi tú tampoco puedes moverte. Agosto, Madrid y su maleficio nos ha convertido en lo que somos ahora.

Dos figuras de bronce que desafían la gravedad y el aburrimiento en estas calles vacías.

Cuento a la vista

Cuento a la vista
La parte niña del vestido a rayas