Kottbusser Tor, Kotti, como lo conocen los berlineses, es probablemente uno de los rincones más feos de todo Berlín. Una rotonda terrible con edificios de corte setentero, llena de suciedad, punkies con perros y viejos borrachos. Siempre hay movimiento, día o noche, y es un lugar que a pesar de su fealdad me encanta. Es el principio de todas las cosas, el lugar por el que casi siempre hay que pasar para ir a cualquier parte, la esquina en la que uno se puede tropezar con un conocido o despedirse de un companero. Un rincón donde la vida fluye y Berlín se desvela como lo que es, una ciudad de contrastes en la que siempre hay hueco para tí.
Me subo a una terraza donde sirven mezcal y escuchan salsa y la contemplo desde lo alto una noche de verano sin frío. Desde arriba la ciudad, como la existencia misma, parece abarcable y absurda. Lanzo preguntas al aire que nadie contesta y me hundo en reflexiones regadas con cerveza. De repente ha pasado tanto tiempo que ya no recuerdo donde quedó Madrid ni que María fue la que llegó a esta ciudad por primera vez hace ya ocho veranos. De repente la vida entera consiste en brindar con amigos y observar como devoran los vagones amarillos, tan feos y horteras como el propio Kotti, las hordas de jóvenes que llenan los ándenes a esas horas de la noche.
Una vez más pienso en las vidas posibles, en los amantes que se escaparon de mi cama, en los rincones en los que imaginé besos que nunca di, en las rutinas de la ciudad del muro que nunca convertí en monotonía y me da por pensar que la vida es como el propio Kotti: un lugar feo que sin embargo uno no puede dejar de mirar embelesado.