miércoles, 28 de enero de 2009

Ciencia ficción



La línea que separa la realidad de la fantasía es tan fina que a veces uno abre los ojos desorientado en medio de la ciudad y todo parece de mentira. Ayer recorrí una a una todas las calles con nombre de vírgenes en el madrileño barrio de la Concepción mientras contemplaba con estupefacción una mezquita blanca y brillante desafiando la M-30. Cosas de la globalización y la interculturalidad, sin duda, cosas de este mundo de locos: la carretera llena de coches y las calles oscuras, silenciosas y vacías.

Hasta que llegué a mi destino. Crucé la línea y la realidad se volvió lejana. De repente me sentía en una película futurista de los años ochenta. Un edificio feo como una vieja fábrica y mucha gente. Una recepción y unas pantallas anunciando el número de cada anden. Y como en una estación muchas despedidas.

Qué lugar de ciencia ficción un tanatorio. Tu nombre cuando ya no eres en una pantalla y gente encontrándose, poniéndose al día en sus cosas, el trabajo bien, y gracias, como están las cosas no hay que fiarse y de vez en cuando, entre cigarro y cigarro, ya dejó de sufrir, no somos nada, qué vida esta.

No sé por qué no nos acostumbramos a la muerte, si va implícita en el soplo de vida con el que nacemos. No sé por qué nos da por crear escenarios más propios de ciencia ficción para recibirla, como si fuera algo irreal cuando es tan cierta como la vida misma. ¿Mecanismos de defensa?

A la vuelta la parada de Metro había sido engullida por las virginales calles del Barrio de la Concepción así que tuve que volverme en autobús. Más ciencia ficción, supongo.

jueves, 22 de enero de 2009

la ventana



No recuerdo el nombre de aquel pueblo en el que decidimos perdernos una tarde de calor espeso. Es posible incluso que ni siquiera fuera verano, que ni siquiera hiciera calor. Por algún motivo que desconozco tu imagen siempre viene de la mano de aquel último verano, como si solo nos hubiéramos querido bajo el sol intenso de la canícula, como si no hubiera habido tardes de lluvia compartida, noches de manos frías en tu espalda. Tampoco sé por qué no consigo recordar que hacíamos en aquel pueblo aquella tarde de estación incierta, pensarte es siempre llenarme de incertidumbre.

Lo que sé es que nos gustó aquella ventana, aquel balcón. Imáginate cómo debe ser por dentro, imáginate. Y no hizo falta más. Hoy soy capaz de evocar el interior de esa casa, aunque jamás cruzáramos sus paredes, recuerdo lo que puede observarse desde ese balcón, las plantas con que lo adornamos, la luz de esa ventana los domingos por la mañana. Puedo incluso escuchar las risas en el salón, las tuyas, las mías, las que soñamos en una casa inventada. Era lo que más nos gustaba. Dibujar futuros que sabíamos irreales, y hacer nuestro ese porvenir compartido que no nos pertenecía.

En la magia con la que inúndábamos todo, ahí estaba la felicidad.
Y ahí se quedó.


Hace poco estuve ordenando viejos álbumes y encontré las fotos del último verano. Estaban amarillas y desordenadas, como nuestro pasado. Hundí mi mano en la herida abierta que dejaste cuando te marchaste y hurgué entre las vísceras y la sangre. Pensé en la magia, en la capacidad de inventarnos la felicidad y apropiarnos de lo ajeno. Era bonito. Estaba bien. Pero no era real.

Luego me dí cuenta de que me estaba quedando sin luz. Subí la persiana y salí al balcón. Mi balcón, uno de verdad y exclusivamente mío. Afuera un lugar apacible, un verano eterno, gente mayor saludándose con la cabeza. Con la foto de aquella casa de aquel pueblo en la otra mano me sentí vieja, pero no me importó. Me gustó sentir el paso de los años, me gustó saberme distinta. Dejé de revolverme por dentro y saqué la mano de la herida.

De repente la felicidad estaba en aquella ventana.
Era mía.
Y la magia no tenía nada que ver...

viernes, 16 de enero de 2009

El libro de relatos

Intrigadísima sacó de la estantería aquel libro de relatos y trató de recordar. No le sonaba nada. Estaba casi segura de que jamás lo había comprado. Ni siquiera conocía al autor, un italiano llamado Stefano Benni. ¿Se lo habría regalado alguien? Buscó alguna dedicatoria entre las primeras páginas pero estaban vacías. Un libro a estrenar editado en 2001 que había aparecido misteriosamente en su librería. Qué extraño, pensó, pero como acababa de terminarse una novela y tenía que empezar un libro nuevo se lo llevó.

Leyó el primer relato durante el trayecto al trabajo. Le gustó mucho. Luego llegó a la oficina y entre papeles, emails y llamadas de teléfono pasó la jornada. Llegó hasta la estación y esperó. Cuando llegó el metro abarrotado de gente se hizo un hueco como pudo e imaginó ese momento mágico en que uno llega a casa, se quita los zapatos y bajo la manta del sofá se toma un té. Pero entonces se fijó en un chico apoyado junto a la puerta del vagón que leía. Increible, pensó, ¿no es el mismo autor? Y sacó su libro para comprobar que, aunque eran novelas diferentes, el escritor era el mismo.

El chico debió notar su mirada porque levantó la vista y ella esquivó sus ojos. Pero se dio cuenta de que leían al mismo tipo y sonrió. No era especialmente guapo, pero tenía un aire despistado que le hacía interesante. Siguieron mirándose. Cuando llegó su parada ella se dirigió a la puerta del vagón sobre la que él se apoyaba.

Qué casualidad. Yo también me bajo aquí...

miércoles, 14 de enero de 2009

PALESTINA: palabras que duelen

Hay palabras que duelen en las conciencias. Duele la manera de pronunciarlas, fuertes, rotundas, trágicas. Duele lo que evocan, ese lugar inimaginado y terrible repleto de sueños rotos. Duele lo que suponen, ese fracaso de la historia y sus lecciones, ese final de la escapada.

PALESTINA duele. Sus coordenadas, las nuestras. Duelen

Por suerte para todos hay palabras que sanan, que curan y reconfortan. Que nos evocan luchas y esperanzas, que nos llevan a creer de nuevo en los sueños, en el poder de cada uno de nosotros, en la solidaridad de todos.

LA CALLE puede salvarnos. Si es el único arma que tenemos utilicémoslo. Sálgamos a la calle.

domingo, 11 de enero de 2009

El tren de al lado

Como cada día Cecilia esperaba a las 7 menos cinco que el tren civis con destino a Alcalá se situara en la vía. Una vez sentada, con suerte, aquel tren les llevaría en apenas una media hora hasta la ciudad complutense, hasta casa. Y en casa, como cada día, una nevera temblando en un hogar vacío, una televisión ronroneando un mundo, un desastre y mirar por la ventana. Sentarse a esperar un no se qué y leer un libro.


Como cada día Cecilia veía partir el tren nocturno con destino París Austerlitz de la vía de al lado. Cansada con los tacones y las ojeras, los papeles guardados en el bolso, observaba a los viajeros que subían a aquel tren mientras ella esperaba otro. Una noche en tren y desayunar un café y un croissant leyendo Le Monde. Sería precioso. Y soñando paseos por el Sena y torres Eiffel acechando en cualquier esquina Cecilia se arremolinaba junto a la ventana del cercanías y cerraba los ojos.


Aquel viernes de nieve y temporal, de caos en las carreteras y atrasos en los trenes, de niños tirándose bolas y haciendo muñecos en los parques, Cecilia seguía esperando en el anden del Civis de Alcalá, del tren de París Austerlitz. Era 9 de enero y hacía exactamente dos años que Daniel había cogido sus cosas y se había marchado. Necesito tiempo, solo eso, dame tiempo, volveré.


Era 9 de enero y hacía dos años que Cecilia esperaba. Todo estaba blanco como en aquellas viejas estampas y la gente, a pesar de los retrasos, de los inconvenientes, del frío, se sonreía. Tal vez por eso Cecilia se sintió más sola y más triste que nunca. Pensó en Daniel, pensó en el tren de Paris saliendo cada tarde en la vía de al lado, pensó en las vidas posibles y a punto de perder el norte y la paciencia decidió tirarse a la vía.


Cuando fue consciente de aquel pensamiento desgarrado Cecilia supo que no podía esperar más, ni a novios cobardes que desaparecen sin dar explicaciones, ni a trenes grises y abarrotados de trabajadores cansados. No podía seguir posponiendo su vida para otro día.


No lo hizo y la mañana siguiente aquel croissant con mantequilla cerca de Notre Dame le supo tan bien que a pesar de los precios decidió tomarse otro.


Cuento a la vista

Cuento a la vista
La parte niña del vestido a rayas